Pero ¿qué le hicieron al muerto? eso es casi un misterio, comprensible solo para el personal médico y, tal vez, para algunos criminólogos y otros profesionales, como los biólogos forenses, que conocen partes del proceso. Ciertamente, la práctica forense es una de las ramas de la medicina más respetables y apasionantes pues el "paciente" no puede hablar, por su condición de muerto. Sin embargo, con la autopsia, el médico forense espera obtener respuestas del cadáver que tiene en la mesa de disección. Para el médico forense su trabajo es tan rutinario que la morgue se convierte en su segunda casa; el olor de la muerte, el frío de la morgue, los cadáveres desmembrados o en estado de putrefacción son tan comunes para ellos como ver el sol brillar o la lluvia caer. A pesar de ello, el forense tiene la conciencia de que cada uno de los cadáveres que debe revisar es de personas que sus familiares y amigos los esperan con ansias para darle sepultura, y más importante aún, por el sistema de justicia que espera de ellos la mayor rigurosidad y objetividad científica para determinar de qué forma murió el occiso.
La rutina del médico forense se rompe cuando recibe a los estudiantes universitarios, esos que con su juventud y vitalidad parecen levantar los muertos; que acuden a las clases de medicina forense para observar al maestro y su asistente diseccionar un cadáver y aprender de anatomía, de lesiones y de las formas más extrañas en que puede morir una persona. Pero este día sería muy distinto a los demás, pues recibiría a un grupo de estudiantes de instituto, todos adolescentes, y practicaría la autopsia enfrente de ellos. Si bien es cierto, la rutina se había roto para el médico forense, más lo era para el profesor de ciencias, cuyo objetivo ese día era el de llevar a sus pupilos al museo de casos de Scotland Yard y, para sorpresa de él y de sus estudiantes, de pronto se vieron en la morgue y, minutos después, asistiendo a un autopsia en vivo. Aquella sería una experiencia mágica para todos. El primer impacto fue el frío de la sala, el olor, la frías mesas de metal, el cadáver desnudo y luego... luego la sierra del asistente que surcaba la carne y los huesos del esternón y el cráneo, para dejar expuestas las entrañas, como parte de la rutina para practicar la autopsia. El forense mostraba a los jóvenes el miocardio, un músculo del corazón, y señalaba las arterias colapsadas. Este hombre murió, muy probablemente, de un infarto al miocardio, un ataque al corazón. El infarto es una de las causas más frecuentes de muerte, sobre todo en personas adultas, sentenciaba el médico. Viajaremos a Londres y asistiremos con él a esa clase única y, paso a paso, no con el fin de que nos sintamos médicos forenses, sino como atentos estudiantes, viviremos la experiencia de los adolescentes en la morgue, una historia que jamás volvería a repetirse, y así tendremos una idea de lo que significa una autopsia y un encuentro con la muerte, que es irrenunciable, porque, como dice el profesor von Elversen, la vida es una enfermedad incurable que tiende a la muerte... y él volvería a la morgue...
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